Profesor de procesos comerciales
alquezardavid@gmail.com
“El psicólogo se atusó la perilla blanqueada por la edad y mantuvo una mirada tensa con su paciente. En silencio, y con la entrenada mirada enigmática que dan los años de experiencia, inquirió:
-¿Qué harías si no tuvieras miedo?
– Si no tuviera miedo, creo que no haría muchas más cosas – respondió el paciente – porque seguramente me sentiría culpable.”
El miedo y la culpa. Dos caras de la misma moneda que condicionan al ser humano. Nuestras raíces occidentales se ahondan en más de 2000 años, regadas por religiones surgidas de la moral judeo – cristiana, donde el miedo y la culpa eran dos pilares necesarios para embridar a la sociedad. Han formado parte de la correa de transmisión de los valores hasta nuestros días, influyéndonos a la hora de consumir.
Entender la culpa vende mucho. Entender la culpa que siente una madre cuando tiene que ir a trabajar y no puede estar con su niño, vende. Hace 200 años quizá podía expiarse la culpa andando descalzo en una procesión, pero hoy en día el sacrificio que limpia la conciencia consiste en consumir. El gasto en los niños (ropas, juguetes, caprichos, etc…) ha ido en aumento a medida que la mujer se ha ido incorporando al mercado laboral. La evolución de la familia tradicional de hace 40 años a la actual, donde los divorcios están al orden del día, también ha hecho que se sustituya la presencia de algún progenitor con regalos por la culpabilidad. No en vano existe el “niño hiperregalado”.
Un estudio de Martin Lindstrom publicado en ‘Small Data’ concluye que ir a McDonalds en Europa supone una reconexión de padres a hijos, padres que tienen en común que ambos progenitores pasan poco tiempo con su hijo. Porque los tiempos evolucionan más rápido que nuestra impronta (evolutiva, biológica, genética) que aún nos queda de aquellas tribus cavernícolas comunitarias.
Les sitúo ahora en los años 50 en EEUU. Una marca de alimentación lanza al mercado un producto donde juntando los ingredientes que ponían en los sobres de la caja salía una tarta de manera sencilla y rápida. Fue un fracaso, no encajó en la mentalidad de las amas de casa. Los focus group concluyeron que las mujeres no compraban porque se sentían culpables de no aportar nada. Era demasiado fácil. La marca reaccionó quitando algún ingrediente y mandando algún trabajo a las amas de casa, como batir huevos, o montar nata… las implicó en el proceso productivo y les dio responsabilidad, y entonces si empezaron a vender. La culpa se atenuó.
Pero la culpa es un arma de doble filo, las personas necesitamos momentos de “permitirnos” sin sentirnos culpables. En vacaciones nos permitimos unos excesos que no hacemos durante el año sin sentirnos mal. Cuando volvemos en Septiembre, o cuando pasa Navidad, expiamos nuestra culpa en el gimnasio, o en productos dietéticos.
Son necesarias vías de escape, momentos donde no sentirnos culpables, y los expertos en marketing lo saben… Mensajes que se pueden resumir en “Tómate un respiro” “Date un capricho” “Tu desconexión diaria”, “Lo mereces”… breves y sencillos momentos de “permiso”.
Y es que bien gestionada, la culpabilidad es la emoción “gallina de los huevos de oro” en marketing porque es exportable a cualquier plano: al cambio climático para vender coches eléctricos, a nuevas sensibilidades de género, a culpas colectivas, o a lo que quieran… Si les apetece reflexionar ¿Qué NO comprarían si no sintieran culpa?
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